Sabemos que nuestro sistema inmunitario tiene la capacidad de eliminar cualquier célula anormal, impidiendo su asentamiento y proliferación, mediante la acción de los leucocitos macrófagos, auténticos expertos en la limpieza de las células patológicas, que necesariamente vamos a generar en algunas ocasiones, dada la enorme cantidad de células en continua renovación. Todo ser vivo está en permanente y continua disputa, defendiéndose de millones de otros seres macro y microscópicos, que también pugnan por vivir y multiplicarse a costa de sus vecinos, en su lucha por la supervivencia.
Si nosotros bajamos la guardia, inmediatamente entramos en batalla y aparece la enfermedad en forma de infección más o menos extensa y profunda en relación a la correlación de fuerzas, entre el agredido y los agresores. Si el conflicto no se resuelve de manera favorable, podemos ser las víctimas y perder la guerra.
Nuestras defensas se fabrican diariamente a partir de las proteínas que ingerimos y asimilamos, pero su elaboración puede quedar en precario si no aseguramos los nutrientes básicos, en la proporción ideal (Ver). Las infecciones consumen gran parte de las defensas y además el estrés, a través de las hormonas corticoides que con él se generan, frena seriamente la producción de los linfocitos y macrófagos, imprescindibles para mantener a raya a los agresores externos.