El código postal es más vital que el código genético

José Ramón Zárate Covo
23 noviembre, 2019 La esperanza de vida es seguramente la medida áurea para evaluar el progreso tanto socioeconómico como médico. Y en poco tiempo ha pasado de los 50-65 años a comienzos del XX a los 72 de media mundial actuales (84 años en España). Una pregunta recurrente es si esos años ganados transcurren con buena salud o solo prolongan los achaques del envejecimiento.

En un intento por responderla, investigadores de la Universidad de Ginebra, en Suiza, el país con mayor esperanza de vida -84 años- junto con Japón y España, recopilaron datos de la Cohorte Nacional y las Encuestas de Salud del país helvético entre 1990 y 2015, en el marco del programa LIVES. Los resultados, que se publican en International Journal of Public Health, confirman entre otras cosas que el nivel educativo, que suele ir asociado con el nivel socioeconómico y con una mejor atención sanitaria, es clave para vivir más saludablemente esos años adicionales; las personas con educación básica viven también más tiempo pero con peor salud. Es decir, el código postal sería más importante que el genético.

Entre 1990 y 2015, la esperanza de vida de los varones suizos aumentó de 78 a 82 años, mientras que en las mujeres pasó de 83 a 86 años. Los datos censales “nos permitieron rastrear a 11.650.000 personas, incluidos los inmigrantes, y 1,47 millones de muertes”, precisa Michel Oris, profesor del Instituto de Demografía y Socioeconomía de la Universidad de Ginebra. Luego, cruzaron esa información con datos de las encuestas de salud (obtenidas cada cinco años durante el período 1990-2015) para determinar cuántos años de esperanza de vida saludable había ganado la población suiza en ese cuarto de siglo. “Descubrimos que el número de años saludables aumenta en paralelo con la esperanza de vida”, comenta Adrien Remund, director del análisis. Entre 1950 y 2015, los suizos ganaron cinco años más, 4,5 de ellos con buena salud, mientras que las suizas lograron tres años más con buena salud, cifra similar a su aumento en la esperanza de vida. “Las mujeres -explica- tienen una brecha menor porque ya viven más tiempo que los varones, por lo que su progresión es necesariamente menor”.

Esperanza de vida, educación y años saludables
¿Pero son estos patrones idénticos en toda la población suiza? Para averiguarlo, la dividieron en tres categorías: con estudios obligatorios, secundarios y universitarios. Y volvieron a cruzar los datos. “En los hombres con formación básica no hubo aumento en su esperanza de vida saludable en la década de 2000: se estanca a los 73 años”. En los que recibieron educación secundaria aumenta hasta los 78 años en 2010, y para los varones universitarios sube a 81 años. “La diferencia en años de buena salud entre hombres con educación obligatoria y universitarios es de 7,6 en 1990 y de 8,8 años en 2010, lo que indica que la brecha se está ampliando”.

Para las mujeres con educación básica, su esperanza de vida con buena salud disminuyó ligeramente de 1990 a 1995, antes de aumentar a 79 años en 2010. Aquellas con educación secundaria y universitaria desarrollan la misma curva y ven que su esperanza de vida saludable aumenta a 84 años en 2010. Hay una diferencia de 3,3 años en 1990 y 5 años en 2010 entre las mujeres con escolaridad elemental y las demás. “La brecha entre las mujeres con educación secundaria y superior es indistinguible porque nuestros datos cubren a las nacidas en 1920-1930, cuando el acceso a la educación estaba más restringido y pocas mujeres trabajaban. Habría que repetir esta encuesta dentro de 50 años, ahora que las mujeres estudian y trabajan tanto como los hombres”. Remund concluye que la diferencia de nivel educativo puede explicarse por las desigualdades socioeconómicas, lo que repercute en su atención sanitaria: las personas de bajos ingresos posponen o abandonan los controles médicos regulares o evitan pruebas porque son demasiado caras y no están cubiertas por su seguro de salud; se privan así de medidas preventivas y de detecciones precoces.

El hábitat, donde se nace y se pace, es por tanto un factor vital

El hábitat, donde se nace y se pace, es por tanto un factor vital. El pasado abril, un análisis de las universidades de Columbia y de California en Irvine publicado en Nature Human Behaviour comparó más estrechamente ese código postal con el código genético. Se basaron en datos del Estudio Longitudinal de Gemelos, que ha seguido a 2.232 gemelos nacidos en Inglaterra y Gales en 1994-1995 hasta la edad adulta, y del Estudio Longitudinal de Salud de Adolescentes a Adultos de Estados Unidos, que incluye a 15.000 estudiantes de secundaria. Se fijaron en rasgos poligénicos y estudios genómicos de obesidad, esquizofrenia y nivel educativo, así como en las zonas de residencia. Hallaron ciertos vínculos entre la genética y los embarazos adolescentes y los malos resultados educativos, pero el riesgo genético representaba solo una pequeña fracción de las diferencias en salud entre los niños que viven en diferentes barrios. La conclusión un tanto obvia es atender mejor los lugares empobrecidos para proteger la salud física y mental de sus moradores.

Es decir, las diferencias en años vividos entre el mundo subdesarrollado y el desarrollado, de los 86 de Japón a los 53 de Lesoto según estadísticas de la OMS, se reproducen a otra escala en los barrios ricos y pobres. Un análisis de 2.074 comunidades canadienses auditadas entre 2014 y 2016 por un equipo de la Universidad McMaster identificó tendencias ligadas a la salud y al estilo de vida, como acceso a transporte público, a comercios con frutas y verduras, precios y disponibilidad de tabaco y alcohol, y presencia de comida sana en restaurantes. Según explicaban en diciembre de 2018 en la revista Cities and Health, “hemos encontrado diferencias significativas en factores ambientales entre comunidades rurales y urbanas, y entre lugares del este y del oeste del país que influyen en la salud de las personas; el lugar donde se vive condiciona desigualdades en comida sana o acceso a servicios que en último término influyen en cardiopatías, diabetes y cáncer”, afirmaba Russell de Souza, primer autor del estudio.