LA ALIMENTACIÓN DE NUESTROS ANCESTROS

Si analizamos la ingesta de nuestros antepasados, recolectores y cazadores, entre los que no había obesos, vemos que utilizaban como elemento base toda suerte de verduras de hoja y brotes tiernos, equivalente a nuestras lechugas, endibias, escarolas, acelgas, espinacas, setas, espárragos, champiñones, etc., que en su conjunto mantienen un buen equilibrio entre los azucares y las proteínas, a la vez que una sensible escasez de grasas.

Cuando utilizaban raíces y tubérculos en general, ricos en azucares los acompañaban de carnes, pescados, mariscos, crustáceos e insectos, que los compensaban adecuadamente, garantizando un saludable equilibrio en el eje insulina-glucagón, a la vez que un pleno aprovechamiento de la comida, sin excedentes que pudieran derivar y transformarse en tejido adiposo.

Así se explica que la tan temida obesidad, que afecta a más de la mitad de nuestra población, fuera excepcional entre ellos, al igual que en el resto del universo animal libre, que se alimenta siguiendo las pautas propias de su especie.

En el reino animal, al que pertenecemos, las reglas de juego para comer o dejar de hacerlo son exclusivamente las sensaciones de hambre y las de saciedad. Desde que nacemos el instinto de conservación con el mecanismo del hambre ligado a los descensos en la glucemia, es el motor que nos incita a alimentarnos y, cuando nuestros niveles de glucosa en sangre se elevan, aparecen las sensaciones de saciedad, que nos invitan a abandonar la comida d e forma natural. Este comportamiento tan animal y tan humano a la vez lo podemos observar normalmente en los lactantes, quienes reclaman con total insistencia su comida, cuando tienen hambre y la rehúsan cuando están saciados, sin que por alimentarse a demanda incrementen de manera patológica su porcentaje de grasa.  Sigue...

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