LA DEPRESIÓN

Por Alberto Martínez-Arrazubi

Cada vez es más frecuente entre la población del primer mundo encontrar personas diagnosticadas de depresión.

Según los datos epidemiológicos consultados se calcula que la depresión afecta a más del 20 % de las personas adultas y el tiempo de duración de cada episodio oscila entre los 6 meses y varios años.

El origen de las depresiones, al menos como factor desencadenante, parece estar ligado a situaciones previas de estrés intenso y mantenido, que provoca un desequilibrio en el eje hormonal dopamina - serotonina con marcada depleción de los depósitos de esta última hormona.

Podemos afirmar sin riesgo de equivocarnos que vivimos en una sociedad estresada, que nos exige que todo se lleve a cabo de forma precisa y en el menor tiempo posible, para así poder llegar a más objetivos. Este vivir en constante tensión nos provoca una sensación de agobio, de insatisfacción y de incapacidad al estar constantemente comprobando que no llegamos a las metas propuestas y “siempre nos quedan cosas por terminar y por hacerlas mejor”.

La respuesta de nuestro organismo no se hace esperar y se pone en marcha la reacción fisiológica normal del ser humano, frente a los conflictos para tratar de superarlos.

Cada vez que sufrimos una situación adversa nuestro sistema adopta algún tipo de “reacción de alerta” y trata de controlar todos los acontecimientos que se desarrollan en nuestro entorno, agudiza todos los sentidos, analiza los inputs recibidos, aumenta la atención, reduce o anula el descanso y trata de estar preparado para superar cualquier tipo de emergencia que pueda surgir.

Recordemos que este proceso de reacción ante las situaciones de estrés, es tan antiguo como la especie humana y obedece a unos patrones de comportamiento totalmente primitivos. En ellos la vida del individuo podía estar en juego, si su respuesta no fuera lo suficientemente agresiva y contundente.

La reacción fisiológica del organismo frente a las situaciones de peligro para él o para su prole es una respuesta positiva y coherente, que implica a todo el sistema de emergencia: se liberan múltiples hormonas para provocar una fuertes contracciones musculares, que nos capacitan para saltar y correr, aumentan la capacidad y la frecuencia cardiacas, se incrementa la presión arterial, se acelera el flujo sanguíneo, se acrecienta la frecuencia respiratoria, etc. y todos los demás órganos y sistemas del cuerpo posponen sus funciones, dando prioridad y prestando todos sus recursos a la resolución del problema principal, que motivó la alarma.

Una vez superado el reto y resuelto el problema, todo debe volver a la normalidad y a las condiciones previas a la amenaza y así la orquestación hormonal y las correspondientes respuestas cardio-pulmonar y muscular han cumplido su objetivo de proteger al organismo frente a la situación conflictiva.

Esta acción-reacción del ser humano, si es completa y se resuelve en sí misma, no provoca desordenes, ni pasa facturas posteriores. Sin embargo, cuando la amenaza es meramente sicológica, persistente e intangible, como la que se da en una situación de crisis laboral o de tensión en las relaciones sociales o familiares, la reacción frente al estrés sí se pone en marcha, pero no de forma puntual, breve y fisiológica, sino de manera solapada, insidiosa y continuada. Cuando el proceso orgánico, instaurado frente a la amenaza, no termina resolviéndose mediante las reacciones fisiológicas normales, se acaba agotando y lesionando severamente todo el organismo.

Las personas con estrés crónico sufren de ansiedad, insomnio, depresión, alteraciones gastrointestinales, debilidad y disminución de las defensas, a la vez que son más susceptibles para padecer enfermedades metabólicas, cardiovasculares e incluso cáncer.

Por lo dicho anteriormente es necesario plantearse seriamente una investigación profunda y una férrea defensa del individuo humano del primer mundo, frente a las habituales situaciones de estrés crónico, que probablemente constituyen en la actualidad, una de las principales causas de morbilidad y contribuyen indirectamente a los progresivos incrementos de la mortalidad general.

Mientras no logremos resolver la amenaza silente del estrés crónico, sabemos que tenemos a nuestra disposición un magnífico antídoto en la práctica regular y sistemática del ejercicio físico aeróbico, capaz de compensar en parte los desastres provocados por la acción de las hormonas de la alarma.

Además no debiéramos olvidar que somos descendientes de los que fueron capaces de sobrevivir ante cualquier situación de estrés, provocado por todo tipo de adversidades, amenazas, guerras, hambrunas, pestes, etc.